Cine

Oppenheimer y la tormenta perfecta para Christopher Nolan

Escrito por Nicolás Merino

Una certeza que nos ha brindado el internet es que los “súper nichos” son reales. O, al menos, que no hay por qué confiar tanto de las supuestas narrativas instaladas por quienes buscan imponer su consenso sobre alguna obra de arte o un artista. Quién mejor que el director, guionista y productor inglés Christopher Nolan como ejemplo de un sujeto que puede parecer tan encasillado en un consenso, como también puede parecer no estarlo. Y en efecto, está y no está.

Los años y las películas estrenadas bien pueden haber movido la aguja de muchos de sus seguidores: que con esta película si me caso, pero en esta otra no le compré, y así. Por lo mismo, el consenso general sobre Nolan como cineasta ha sido más bien fluctuoso. Es tan fácil encontrarse con veneraciones absolutas, como con quienes le resienten todo lo que ha filmado. Y antes del estreno de la popular Oppenheimer (2023), Nolan tenía la aguja en negativo.

El camino a Oppenheimer

Hasta hace unos meses, el último filme de Christopher Nolan era Tenet (2020). Se trata de un thriller de ciencia ficción que considera distorsiones temporales tanto en el contexto de la ficción como en la presentación narrativa. Muy del Nolan de Memento o Inception. En general no tuvo una buena recepción. Y hay que reconocer que es un filme muy ilustrativo de los vicios más recurrentemente señalados sobre su filmografía: espectacularidad intrincada por sobre el cuidado narrativo. Lo que para Dunkirk (2017) seguía en tela de debate, con Tenet parecía volverse una objeción irrefutable.

Lo que quizás –y lastimosamente- viene siendo lo más relevante sobre Tenet son cosas que están afuera de la pantalla: su estreno fue particularmente turbulento. Por un lado, se hizo un esfuerzo limitadísimo por exhibirla en salas durante la pandemia. Mientras, la publicidad en general fue rara, pues aparte de ser escasa, parecía que incluía la farándula del propio director con el estudio del filme, Warner Brothers. Era la época en la que Warner apostaba por esa extraña fusión multiplataforma de estrenos simultáneos con HBO Max.

Durante el rodaje de Tenet, Robert Pattinson le regaló a Nolan una copia del libro American Prometheus (2005), escrito por Kai Bird y Martin J. Sherwin. Por supuesto que se trata de una biografía de Robert Oppenheimer, el físico estadounidense encargado de dirigir el Proyecto Manhattan, desde donde saldrían las primeras bombas atómicas. Nolan había dado con otra historia que contar.

Y sobre el final del tira y afloja con Warner Brothers, quedó en que Christopher Nolan no aguantó un estreno en streaming y terminó yéndose del estudio que lo tenía consentido y con una libertad tanto económica como creativa que prácticamente nadie más tiene (excepciones pueden ser Spielberg, Scorsese, Tarantino y quizás hoy también Peele, pero más allá de esos cinco en total, nadie). Fuera de Warner, lo recibieron en Universal Studios, donde pasó a la tierra derecha de producir, escribir y dirigir Oppenheimer.

¿Qué salió de la interpretación de Christopher Nolan?

Oppenheimer es, valga la redundancia, la historia más íntima posible de Robert Oppenheimer. Existe una corriente de pensamiento que tiende a señalar que las historias sobre gente real con mayor nivel de detalle son aquellas que más humanizan a sus personajes. Al menos podemos dejarlo en que son las más respetuosas con la realidad (al final son conceptos que van de la mano).

La película está permanentemente encima de su protagonista, e incluso cuando no lo está, inmediatamente pasamos al blanco y negro. Esa tonalidad de colores fue la elegida para todas aquellas escenas donde lo que la película ilustra es la versión de la historia “oficial” antes que la vida íntima del físico. Es decir, tenemos tres historias en paralelo, las dos mencionadas y la interpretación y estilización artística de la propia película como artefacto de ficción.

En una película que fue filmada íntegramente como cámaras IMAX, hay algo de extrema confianza en dedicar tantos planos extensos a la cara de Cillian Murphy. Por un lado, está lo extra cinematográfico, que hace referencia a la confianza depositada en un gran actor, luego están las implicancias en el lenguaje de cine. El espectador no pierde la sensación de tenerlo encima con cámaras de lentes profundos y grandes. La experiencia se va redondeando y el espectador puede tener plena confianza de estar presenciando una película que se da la molestia de seguir un lenguaje específico con intenciones comunicativas claras.

La historia se desarrolla con la máxima pulcritud posible. No hay ninguna voltereta a lo Nolan más que el juego de los colores mencionado y quizás algunos saltos de tiempo que no escapan de la convencionalidad de cualquier película de juicios que intercale el juicio con la dramatización de los hechos. De hecho, en comparación con sus referentes claramente obligatorios como JFK (1991, Oliver Stone) o The Social Network (2010, David Fincher), esta es tranquila con el uso del recurso.

Lo que si pasa como menos convencional son todos los otros ejercicios con el lenguaje cinematográfico. Es una película de muchos diálogos, si, pero también del deslumbre a partir de escenas subjetivas y decisiones tremendamente creativas trabajadas tanto en montaje como en edición de sonido. Tiene un ritmo absurdo. Y todo siempre con claros aportes narrativos, nada gratuito.

Hay quienes reclamaron por no considerar eventos como la destrucción que provocaron las bombas en Japón. Es una queja extraña considerando que la película insiste infinitamente con ser casi exclusivamente sobre Robert Oppenheimer, con salidas mínimas y muy demarcadas para que se entienda que estamos fuera del carril principal. Todo lo demás está desde el punto del físico, incluida la celebrada forma de filmar la explosión.

Sobre esto último, no se puede dejar de mencionar esas comparaciones odiosas con lo que hizo Lynch en el octavo capítulo de Return to Twin Peaks, ignorando que ese capítulo no sigue a ningún personaje encima y es más bien una tesis sobre las individualidades humanas y su proyección metafórica en las constantes creaciones y destrucciones del universo mismo, nada que ver con el contexto cinematográfico de Oppenheimer. Insistir en ello es alejar deliberadamente el filme de Nolan de su propia naturaleza, como si existiese una intención consciente de no entender la película.

No deja de ser al menos curioso el hecho de que la película solo considere al físico ya en una edad avanzada. Para una película tan insistente en la dimensión humana del personaje real, igual se limita a abordar a la persona exclusivamente desde lo que es útil para el personaje (o, para estos efectos, aquello que lo hace un personaje). Igual por ahí está la interpretación de que esta película es una metáfora sobre la rigurosidad y meticulosidad aplicada aplicada en hacer cine, a través de la historia de un personaje que no hace cine. Oppenheimer diseña la bomba como Nolan diseña Oppenheimer. Lo mismo se deja ver en el último estreno de Fincher, The Killer (2023).

Al final fue la decisión que se tomó para contar la historia. La película no está ni cerca de ser glorificadora con la figura de Oppenheimer, y lo que puede ser una exageración en la victimización no es más que un engranaje adicional entre los seleccionados para hacer avanzar la ficción lo mejor posible. El resultado no solo es bastante cercano a la perfección, sino que además nos deja con una clase de exposición mundial sobre cómo hacer cine.

Oppenheimer en la industria

Hoy se habla mucho de la fatiga de películas de superhéroes. Hay gente que extiende el reclamo más allá de los superhéroes en específico y sostiene que ya derechamente no se puede ir al cine porque toda la cartelera está llena de propiedades intelectuales que no tienen ninguna intención artística ni creativa. Hay algo de eso que es verdad, y cuando empezó el revuelo y el chiste con la coincidencia en la fecha de estreno de Oppenheimer y Barbie (Greta Gerwig), lo que al principio era una broma superficial sobre la dicotomía estilística entre estas películas, de a poco se transformó en un pequeño fenómeno y, sobre todo y siendo esto lo más positivo, una excusa para volver a ir al cine. Estaba de moda.

Muchos pasan por alto que la decisión de Warner de poner Barbie en la misma fecha que Oppenheimer bien puede ser una venganza contra Nolan por ir a producirles dinero a otro estudio. Esto puede ser verdad, pero, aunque hoy sabemos que Barbie fue muy exitosa, hace unos meses tampoco era una apuesta cien por ciento segura. Ese es otro blockbuster que hoy derechamente ya no se hace, con técnicas extintas, pero la tormenta perfecta terminó por beneficiar ambos estrenos. Lo que siguió desde el 21 de julio fue una gran ventana cultural y refuerzo de ideas para el cine como el espacio definitivo para ver películas, desde las razones comunitarias hasta las técnicas. Y sobre todo Oppenheimer, que ofrece una intensa experiencia desde lo puramente cinematográfico.

Al final los Oscar son premios de industria. Si Christopher Nolan se va a llevar todo el domingo (muy seguramente Oppenheimer ganará, al menos; Mejor Edición de Sonido, Mejor Banda Sonora, Mejor Actor en Rol Protagónico, Mejor Guión Adaptado, Mejor Dirección y Mejor Película) no es solo por los certeros méritos artísticos en su película, sino también por posicionar un tipo de filme que hoy prácticamente no existe en un mercado que no tiene por donde aceptarlo. Solo para ponerlo en perspectiva, hace un año se le celebraba esta misma responsabilidad a Top Gun: Maverick (Joseph Kosinski). Ahora consideremos lo abismalmente distintas que son estas películas y si, el fenómeno de Oppenheimer es rotundamente más aportador.

Ese Christopher Nolan tan vapuleado parece haber encontrado su casa, tanto para efectos de industria como cinematográficos. De alguna forma, esta es su depuración más precisa de todas esas intenciones artísticas expuestas en Memento. Y no es una exageración decir que ahora si que se consolidó como uno de los mejores haciendo películas actualmente en Hollywood. La curiosidad en torno a su próxima película se siente genuinamente apabullante entre círculos aficionados.

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