Escrito por Juan Pablo Ossandón
Fotos por Juan Manuel Hernández
«Preparen sus mentes para un viaje psicodélico«, recitaba una voz femenina envasada en los speakers de la Sala Metrónomo, previa a la llegada de Los Espíritus al escenario. Siendo las 22:00 hrs. de la noche, con un público sumamente ansioso –que tampoco perdía el tiempo para ir al bar del local o dejar a la mente volar con estupefacientes que se percibían suspendidos en el ambiente–, se dio inicio a uno de los shows que mas ha cuestionado lo que se pueda conocer por realidad.
¿Para qué, exactamente, debíamos preparar nuestras mentes? Y es que claro, Los Espíritus al ser una banda de rock psicodélico de vibras sutiles y fuerte influencia del blues, propugna una expresión y disfrute volatil de su propuesta. Además, las visuales polimorfas, geométricas, de colores saturados y concepciones abstractas detrás de sus espaldas, definitivamente desafiaban la lucidez.
Quizás, y en la medida que Maxi Prietto y los suyos desplegaban temazos como «La mirada», «Mares» y «Jugo», lo anterior comenzaba a tomar mayor sentido. Después de todo, podríamos establecer una suerte de relación entre vivir el día a día, produciendo, trabajando, coexistiendo en sociedad, a el permitirse vivir fuera de dicha esfera. Es decir, aquel espacio donde el ocio, las sensibilidades, y, en general, el foro interno de cada persona reside.
De esta forma, Los Espíritus no son sino maestros de ceremonia que vienen a romper las nociones cristalizadas del cómo vivir, y fuerzan a la percepción a ver aquello que no ve. Así, ver a decenas y decenas de rostros absortos en el momentum mientras sonaban piezas como «Navidad» y «El palacio», era lo normal. Una extensión de la cristalizada definición de realidad. De vivir.
Además, si quisieramos ir más alla, son las asperezas y casualidades las que entregan el carácter irrepetible al diario vivir. La rutina es tan sólo un esquema, y los colores vivos de un temazo como «Lo echaron del bar» dejaron en claro ese anhelo inherente a entregarse al disfrute. A la fiesta sensorial e inmersiva que se despidió con un final de fábula con «Vamos a la luna», «Noches de verano», y la ya clásica, «La rueda que mueve el mundo». En definitiva, una presentación que alimentó el sentido del self de cada quien, ayudándoles a percibir el presente, en un show psicodélico de marca registrada.
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