Escrito por Juan Pablo Ossandón
Tentempié proviene de la expresión «tente en pie»,
y también puede aludir a un bocadillo, refrigerio o vituperio.
Es un pequeño alimento que brinda la energía suficiente para mantenerse en pie.
Ya han pasado 4 desde «Lance» (2018), aquel hito histórico de la música chilena que puso los nombres de Ignacio Castillo, José Mazurett, Felipe Villarrubia, Diego Antiman y Simón Campusano en el centro de atención. O tal vez, considerando la existencia de «Nonato Coo» (2015), sólo los elevó aún más, pero podemos convenir en aseverar que Niños del Cerro proponía algo especial. La articulación de la neopsicodelia como hábitat en el que pueden residir el indie, el noise, el folk, y distintos elementos que provienen directamente de las mentes creativas e insaciables del quinteto. Ni hablar de lo que «Cuautéhmoc» trajo a la palestra, en cuanto la faceta más accesible de la banda se hacía notar con un puñado de canciones memorables que ponía letra y sentimiento a emociones y pensamientos que hemos tenido alguna vez.
Sin duda, Niños del Cerro ha tenido una carrera prolífica que se destaca por su carácter propositivo, y que ciertamente, ante el anuncio de un nuevo álbum de estudio (bajo el Sello Fisura), era inevitable que se generasen expectativas. Pero se produjo un efecto particular, puesto que dichas interrogantes recaen en la idea del ¿qué harán ahora? Después de todo, era sumamente difícil descifrar los siguientes pasos del grupo.
Desde su anuncio, Niños del Cerro han lanzado periódicamente diversos singles de «Suave Pendiente» que aumentaron en frecuencia a medida que se acercaba el jueves 13 de octubre. Una decisión que da muestra de la libertad y ansias que ha formado parte de este proceso. Recordemos que este año han podido tocar, y tocarán, en grandes escenarios y fechas como el soporte a El Mató a un Policía Motorizado o la multitud de fechas bajo el alero de Primavera Sound Santiago de Chile (que pondrá a los Niños del Cerro en el Movistar Arena este 16 de octubre en Road to Primavera junto a Jack White, Cat Power y Pixies). Todo pareciera brillar para el grupo, y más que merecido, pues el trabajo visto en «Suave Pendiente» grafica fidedignamente todo el esfuerzo puesto en dicho álbum, y carrera.
Simón mencionó –en una entrevista con 13C– que «Suave Pendiente» es un disco con harta música y hartas capas. Se dieron todo el tiempo necesario en el estudio para poder grabar, y trabajaron de forma detallada cada tema, lo que implicó muchos arreglos y una diversificación de la instrumentación. Es desde esta premisa que nos abocaremos a lo que sucede en el disco, con tal de responder al porqué es una genialidad.
El tercer disco de Niños del Cerro materializa un relato cálido pero sumamente sentido y melancólico, en el que se vislumbra el ocaso de una relación, y la caída en el vacío del hablante. Quizás sea correcto hablar de un álbum conceptual, porque cada canción dialoga entre sí retratando la suave pendiente cuesta abajo que implica el desamor, la desesperanza y el dolor de habitar memorias que se niegan a abandonar los lazos ya deteriorados. Aquí es donde la figura del «tentempié» cobra un lugar especial, al ser ese objeto, pensamiento, hecho y deseo que te amarra a sostener algo que quizás ya está perdido, y es dicho insistir disfrazado de resiliencia lo que hace de este proceso más lento y desgastante.
«Povidona» nos recita la hermosa frase «ojos azules, no llores, no llores«, que configura el inicio del conflicto, el comienzo de esta lenta caída hasta lo más profundo. Existe un tono que se siente esperanzado, en el marco de un ir y venir de melodías cándidas que oscilan entre lo neopsicodélico y un indie rock entusiasta y sumamente vulnerable, que aún en este principio ya muestra un núcleo desgastado en el verso «que es difícil levantarse otra vez». Siguiendo, en «Tentempié» aparece la idea de lo cíclico y lo rutinario, en el que la belleza de lo cotidiano –que es el elemento que termina de dar sentido al amor– se desgasta y adopta cada vez un tono más gris, y ni siquiera el recuerdo de tiempos pasados –el tentempié– es capaz de poder remediar los errores que se siguen repitiendo; todo embelesado en muros de sonidos que se entrelazan delicadamente, para así poder dar pie a «Miel». Aquí el hablante percibe el fundamento –en su perspectiva– del conflicto, en el que puede referirse tanto a un tercero como a un hecho ajeno, con uno de los versos más preciosos que se ha mandado Simón «¿Quién? Dime, ¿quién? Perturbó el Edén, triste Edén, de este amor untado en la miel«.
Con una transición deliberadamente abrupta, «Mi Modesta Ceguera Personal» nos brinda un tema que convive con un sonido mucho más animado y enérgico, en el que se perciben la infinidad de arreglos depositados con detalle que van a la par de la instrumentación. Algo que caracteriza este álbum, en cuanto todos estos elementos extras que trajeron los Niños del Cerro sí componen el núcleo del sonido. No son una mera externalidad, y esa conjugación es ejecutada con gracia y una fluidez preciosa. Es la terquedad nacida en este track, que fundamenta lo que sucede en «Sulamita», que dibuja ese movimiento desesperado pero honesto de intentarlo una vez más, en una comunión exquisita entre las diversas ideas invocadas: el pincelado dreamy, la postura de cantautor o las secuencias rítmicas breves que evocan cierta incertidumbre.
En este punto, el elemento idiosincrático clásico de Niños del Cerro nos ubica en el Tamarugal, con un rabioso y visceral tema de indie rock con prisma neopsicodélico, que establece un espacio en el que las ideas confusas y dolorosas pueden reposar. El concepto del desierto, su inmensidad y su vida interminable quizás sirven como la analogía que, una vez más entregan esperanza. Incluso en un lugar hostil como el desierto puede haber vegetación y vida, en la que el tamarugo resiste la falta de agua y las altas temperaturas. Nuevamente, el «tentempié» se configura una vez más, aún en un ambiente avasallador y ensordecedor que se impone al final.
El desgaste se acumula, apenas hay control de las emociones, y ya sólo queda el grito visceral para intentarlo y hacer algo bueno de una vez. «Frío Frío», uno de los puntos más preciosos del disco en el que cada integrante interpreta desde el concepto más prístino que se pueda tener de humanidad. Cuando el coro recita «Si este es tu dolor, cuídalo mi amor. Ven, hagamos algo bueno de una vez«, habla un corazón que ha cicatrizado incontables veces, que se alza entre medio de melodías delicadas y sopesadas, como si sus manos no quisieran tocar la imagen inmaculada que tiene de esa otra persona a alcanzar. Pero la pendiente sigue, y ya estamos en la mitad. Hay menos energía, mucho dolor acumulado y una voluntad totalmente apaleada. Sólo queda ver «Esta Enorme Distancia» que se configura de a poco entre ambos lados, en donde la mente, aún viva, no es capaz de levantar un cuerpo cansado, por lo que sólo resta buscar otros lenguajes, algo que el emotivo saxofón de Franz Mesko articula con una ligereza increíble.
En la medida que «Daniel» suena con una frustración que comanda e inyecta de explosividad los instrumentos a costa de pensamientos intrusivos, se sella la perdición del hablante al entregarse a la idea de los leones que le brindaron tanto amor. Aparece un color espacial, ardido y sentido por alcanzar cualquier horizonte, en el que los pensamientos divaguen y los latidos olviden sus patrones de toda la vida. El breakdown es real. Aquí, los acordes del piano y la guitarra acústica de «Vía Contemplativa» danzan en un ir y venir de sonidos que albergan un calor algo tibio, que preparan el diálogo cíclico que yace en «El Dulce en la Piel de Tu Nombre», trayendo nuevamente esta idea de que una figura externa originó este conflicto irreparable. El tono solemne con el que se expanden los sonidos, a un paso que, sobrecogedor, igual sostiene una carga emocional sumamente intensa, y eso termina convirtiendo la figura del tentempié –que se rememora en el coro que recita las mismas líneas de dicha canción– en un concepto que ya no tiene la fuerza suficiente para partir de cero otra vez. La pendiente se está acabando.
Ya en la parte final del álbum, en «Mamire» yace el último grito al cielo buscando por respuestas, en un despliegue jovial de un indie rock de alta impronta rítmica, con un coro que sella su calidad de himno. «La Sombra Quieta», una tonada de un indie folk acompañado de una infinitud de detalles y líneas vocales delicadas pero claras en sus intenciones que prepara el preámbulo a «Le Entrego Mi Alma al Vacío Como una Ofrenda de Amor», que se presenta como una carta de despedida. El apartado de cantautor se hace presente, pero las abstracciones y texturas no hacen más que, como si de alquimia se tratase, erigir de a poco el grand finale con «La Noche Oscura». Silenciosa y minimalista, ojos al cielo, y una voz casi quebradiza, recita unos últimos deseos que, entre acordes gentiles de piano, simbolizan el único acto de misericordia propio que se traducen en una partida final estruendosa, preciosa y que invade cada terreno.
La pendiente se acabó.
«Suave Pendiente» es sin duda uno de los lanzamientos destacados de este 2022. Un disco sumamente emotivo, sentido y que cuenta con una complejidad que, aún en la extensión de este escrito, no se puede desmenuzar tan fácilmente. Las referencias religiosas así como las culturales de nuestro país entregan e importan aún más significados a un álbum que desde la poesía de lo cotidiano ya dice mucho. Realmente precioso. Gracias a Niños del Cerro por todos los sentimientos depositados aquí.