Escrito por Barbara Conejero
La segunda cinta de Matthew Rankin es una reinterpretación posmoderna de la historia canadiense que evita la precisión y realismo para dar lugar a fijaciones estéticas y una crítica social.
Desde el inicio hay una ambigüedad y excentricidad que saca más de una carcajada. Y es que, en un principio, a menos que seas iraní o canadiense, la cinta produce una cierta confusión sobre dónde se está situado y el porqué. Al igual que las historias entrecruzadas, que, si bien cuesta entender sus conexiones y la razón de ser de cada una, a medida que el film avanza los planos al estilo Wes Anderson y los entrañables personajes son lo que te harán quedarte en este mundo donde Irán se traslada a Winnipeg y Winnipeg se traslada a Irán.
La película se centra inicialmente en lo que parece ser una escuela secundaria iraní, aunque situada en un paisaje incongruentemente invernal. La primerísima escena nos muestra a un profesor iracundo (Mani Soleymanlou), insultando contra sus alumnos mal portados, les pregunta: «¿No pueden al menos hacer el tonto en francés?» Pronto seguimos a dos chicas jóvenes (Saba Vahedyousefi y Rojina Esmaelli) que se disponen a recuperar un billete atascado en un charco helado, mientras que el segundo trabajo de Rankin se revela gradualmente como ambientado en un Canadá de universo paralelo que recuerda al Irán de los años 80. Mientras tanto, un personaje llamado Matthew Rankin (interpretado por el propio director) deja su hogar adoptivo de Montreal para visitar a su madre enferma en su Winnipeg natal, una línea narrativa que conversa con lo autobiográfico.
El film no siente la necesidad de abordar cómo el Canadá de Universal Language llegó a estar tan dominado por la gente, la arquitectura, el idioma y la cultura de Irán. El hecho de que los paisajes y los interiores dispersos del país estén desarrollados sólo lo suficiente para mantener la premisa audaz de Rankin enraíza en una extrañeza que nunca desaparece del todo. Detalles tan extravagantes como un comerciante de pavos con sombrero de vaquero o una lujosa sala de bingo abierta las 24 horas también forman parte de esta lógica onírica realista, que en su mayoría evita que se vuelvan demasiado irritantes u ostentosos.
La dinámica y tono de Universal Language juega con lo absurdo e irónico realizando un par de bromas a expensas de Winnipeg. Rankin logra un equilibrio entre esta ironía y las sinceridades detrás de esta, lo que permite que algo como un letrero de un restaurante Tim Hortons escrito en farsi no sea solo una forma de humor visual y una provocación suave, sino también una ilustración de cómo las personas son moldeadas por las prácticas sociales, los símbolos visuales y el entorno construido que las rodea.
Universal Language trata de cómo el allí también es acá y cómo todos los que nos rodean nos conforman. Con una cinematografía que apela directamente a la de Wes Anderson y un sin fin de símbolos con un toque de humor Rankin apela a un retrato agridulce que va más allá del imaginario Canadiense, donde nos habla de una era interconectada en la cual las personas tienen las oportunidades de apreciar todo lo común, pero carecen de la visión necesaria para verlo con claridad.