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The Wall y Beau Is Afraid: Como Ari Aster adaptó un postulado de Roger Waters

No cabe ninguna duda de que Ari Aster está entre las voces más interesantes de su generación de cineastas. Incluso considerando que ya llevan unos años instalados, el nivel de frescura y anticipación parecen renovar constantemente la generación en la que se supone que vamos a considerarlo. Tanto Hereditary (2018) como Midsommar (2019) lo posicionaron entre la élite del terror, compartiendo podio con gente instalada como otros que se han ido instalando, dígase Rober Eggers o Julia Ducournau, por ejemplo. Es en estas condiciones que este año estrenó la muy esperada Beau Is Afraid. Un camión de tres horas que nos entregó harto paño que cortar.

El último filme de Aster es muchísimas cosas al mismo tiempo. Por un lado, un popurrí de técnicas cinematográficas de lo más diverso, y por el otro, una sarta de abordajes de temas igual o más inquietantes que las formalidades con las que esta historia se va contando. Respecto a las formalidades, es difícil establecer paralelos artísticos entre elementos intrínsecamente cinematográficos con otros musicales, pero respecto al apartado temático, parece inevitable pensar en The Wall, el proyecto multiformato de Pink Floyd, como el primer referente obligatorio para una obra así. Quizás tan influyente que el repaso en contraposición puede llegar a ser un poco delator de ciertas imprudencias en la obra de Aster.

Así mismo como Beau Is Afraid, The Wall también es muchas cosas. En cuanto a las formalidades -y haciendo un poco de historia-, no es menor lo que significa para el sonido para la banda, pues se presenta inmediatamente como un rechazo a los aspectos más progresivos de su obra anterior, Animals (1977), que de hecho también es un disco conceptual. Y tras un par de escuchas en el marco de la etapa clásica de la discografía de la banda, queda muy claro que la fórmula musical del The Wall va mucho más en la línea de perseguir el destilado de su ecléctico estilo de Art-Rock antes que en la ambición de perderse en el cruce con el Rock Progresivo (Meddle y Animals).

Además, esta vez y a diferencia de The Dark Side Of The Moon o Wish You Were Here, todo el esfuerzo creativo se pone a la disposición de la construcción de un disco conceptual con una narrativa ficticia clara y lineal. Además de cierta personalidad propia, que no es algo que la obra previa de Pink Floyd rechace, pero ciertamente el compromiso con la propuesta interna hace resaltar The Wall como un punto aparte entre todo el crecimiento de la obra de la banda.

Esto además, como todo el mundo sabe, el disco eventualmente se acompañaría de una película dirigida por Alan Parker y estrenada en 1980. Esta película se encargó, entre otras motivaciones más propias, en aterrizar los conceptos de las letras en la legibilidad del lenguaje audiovisual. Y digamos que al final, The Wall, el proyecto general, fue un éxito. No solo en términos de popularidad, sino también en su penetración a la cultura popular. Todos los temas cayeron donde tenían que caer, e incluso existiendo hoy cierto movimiento reaccionario al proyecto (cuyo nivel de desenfoque es tan ridículo que llega a denunciar presunta intencionalidad), parecen ser dos obras inmunes al mal envejecimiento.

De hecho, aún siendo Pink Floyd una banda tan famosa e inserta en la cultura popular, se puede decir con seguridad que la imaginería de The Wall pasó a la historia de una manera incluso comparable a la totalidad del cuerpo de trabajo de la banda. No es de extrañar el fenómeno de aquellos que no necesariamente se comprometen en fanatismo con la banda, pero si le tienen un cariño particular e impenetrable a The Wall como obra multiformato.

Ateniéndonos a la pauta de este texto, podemos pasar a revisar qué fue exactamente lo que Waters imprimió en las letras. Intentando no ser irrespetuosamente sintético, podemos resumir The Wall en ser un comentario sobre una generación específica de ingleses. Gente que creció a la intemperie de un país roto y lejos de las vías de una reinserción que podríamos considerar “humana”. Sumando las experiencias personales de Waters plasmadas aquí, nos queda un personaje que seguir (Pink) a lo largo del enfrentamiento a las diversas injusticias que le planteó su contexto. Es en esto último es donde Aster fija su primer puente no-formal.

Tanto Beau Is Afraid como The Wall nos presentan historias en las múltiples etapas etarias de un individuo. Individuos que coinciden en tener una vida determinada por la ausencia paternal y las repercusiones de las cicatrices que quedaron de su respectiva relación maternal. Ambas obras abordan la maternidad como una fuerza encargada de direccionar el porvenir humano, indiferente de cuál sea la voluntad de los personajes. Esa es la primera hebra de la que puede ser interesante colgarnos.

Es cierto que en el caso de The Wall vemos una considerable empatía que al otro lado simplemente no existe. La misma canción ‘Mother’ desborda una ternura que Beau Is Afraid ni asoma. Aún cuando Aster y Waters trazan una línea casi idéntica en su presentación de las consecuencias de la relación rota, Aster parece poner toda la responsabilidad en el actuar malicioso e intencional de la madre de Beau, mientras que Waters entiende a ambas personas como víctimas de un sistema que es cruel de manera unilateral, llevándose a la representante de una generación para dejar a su descendencia a la intemperie de la inhumanidad. Pero al final las trabas sociales y sexuales son casi las mismas. ¿Cambia la vuelta que se dan? Si, pero no es solo eso, esta dualidad de dinámicas evidencia el nivel de consciencia social (dicho de forma más literal que nunca) que sacó a bailar un autor sobre el otro.

Otro ejemplo de esto mismo. Aún con las referencias temporales que Beau Is Afraid brinda, el enfoque total en su protagonista y todo el espacio para exploración de su psiquis interna hacen la historia lo suficientemente privada como para que sea, además, prácticamente atemporal. Reconociendo a Beau como un personaje de vivencias independientes de su contexto. Como si todo el piso formal que Aster toma de la versión cinematográfica de The Wall, en realidad fueran el piso convencional necesario para meterse de lleno en un personaje que está mucho más dañado por lo que acontece en su vida personal que por los horrores de la naturaleza cruel del mundo en el que estamos insertos. Entonces la vuelta a la resolución o a cualquier intento de escape queda un poco mutilada porque el personaje se posiciona en un contexto sin dioses en el que no puede esperar nada de ninguna fuerza o actor, ni siquiera él mismo.

De alguna forma, quizás tan solo con las texturas de la obra, Pink Floyd logró dejar claro de que lo que pasa por la mente de Pink puede ser atendido de forma positiva, al menos desde una empatía que no solo es sincera, sino también real porque se consideran experiencias compartidas. Partiendo por el hecho de que los problemas proyectados son claramente los propios de los músicos. Además, la sola manera en la que la gente se relaciona con la música popular contemporánea incita cierta identificación. Por último en esa relación metafísica personal y colectiva que existe con la música se puede crear una sinergia a través del reconocimiento. Son cosas que el cine no necesariamente busca, aunque pueda parecer que hoy las películas más populares en realidad son espejos instalados en la sala de cine, cuando hablamos de autores como Aster claramente hay todo un espacio para velar por la inquietud personal del artista. Y esa no tiene por qué responder a nadie.

De hecho, The Wall invita a esa tranquilidad desde dos flancos. Uno de ellos es el de las letras más políticas, que cumplen con ser muy identificables y terminan por reconfortar en su capacidad de diálogo. El otro es el de las letras más vulnerables que, por supuesto, se acompañan de música más pacífica. Estamos hablando de canciones como ‘Mother’, ‘Goodbye Blue Sky’ o ‘Comfortably Numb’, que no dejan de ser un respiro en el que es, por cierto, el disco más «rockero» de Pink Floyd. El nivel de riffeo y peso en las composiciones es algo solo comparable a la energía que habían desplegado en el tema ‘One Of These Days’. A esto le sumamos el que sean canciones que necesariamente deben cumplir con cierta energía directa e inmediata al ser los temas de este disco, generalmente, menos extensos que los del resto de su catálogo.

Sobre esto último, en la recomendadísima investigación Vendiendo Inglaterra Por Una Libra, de Norberto Cambiasso, el autor argentino incluso plantea que toda la búsqueda psicodélica de esa generación era un síntoma de la necesidad de reencontrarse con la ambigüedad y la fascinación de la infancia. Todo en el marco del rechazo a la instalación de las condiciones cuadradas que conlleva el proceso de una nueva industrialización apresurada por la que estaba pasando Inglaterra. Estos son temas que literalmente son partes de las letras de The Wall, aunque la banda no necesariamente se muestre consciente de la teoría de Cambiasso. De hecho, incluso podemos extrapolar esto a las referencias infantiles presentes en otras de las canciones más psicodélicas de Pink Floyd presentes en discos anteriores.

Fuera de la inspiración formal que toma Beau de la versión cinematográfica de The Wall, quizás el momento que más delata la influencia de The Wall está en la inclusión del juicio final. Partiendo porque en términos cinematográficos, los recursos son muy similares (y eso que la primera vez que se resolvió esta escena, en 1980, se hizo con animación). Y en términos temáticos, lo primero que queda a la luz con la comparación es lo inexistente de la función de la escena del juicio en el filme de Aster. Aunque ni siquiera hay que irse cuarenta años atrás para identificar el problema. El juicio al final del filme de Aster falla en justificarse porque -aunque no formalmente- para ese entonces ya tuvimos uno un par de escenas atrás. Quizás será que la influencia le estaba ganando.

Demás está decir que en general son dos historias en el mismo tono. Ambas son sobre un personaje masculino que pasa por un viaje lo suficientemente psicodélico e intenso como para calificar de “subjetivo” incluso dentro de las leyes de su propia ficción. Todo esto ya ateniéndose más a la visión artística de Parker que de cualquiera de los músicos de la banda, pues él igual dejó toda una serie de recursos audiovisuales que, aunque en la convención crítica del cine esta película haya envejecido un poco a la sombra de otros grandes musicales (por basarse en la obra de una banda de rock seguramente), es ridículo negar el valor creativo y único del trabajo del director. Quizás sin lo que Aster bebe abierta y obviamente de las resoluciones de Parker, ni siquiera pensaríamos en establecer una relación con el material original presentado en el álbum.

Entonces podemos preguntarnos qué se puede asumir de las intenciones de Aster. De las intenciones, quizás nada, pues no tenemos cómo saber. Pero la verdad es que da exactamente lo mismo; el autor dejó la obra y si quiso decir algo, lo pudo haber dicho con la obra. El resto es marketing o desafortunados parches motivados por el arrepentimiento. Lo que sí podemos revisar el texto y lo que ciertamente queda claro de este es que, luego de cuatro décadas, quizás no hay forma de que alguien pueda contar una historia como The Wall sin caer en un individualismo máximo. Igual poniendo un trabajo al frente del otro, llega a ser impresionante tener una oportunidad tan prístina de ver cómo se diluyó el concepto del colectivo con todos estos años encima. Siglo XX y XXI, más claro imposible. Quizás Aster se sacó una gran película que termina por delatar más de su generación de lo que él seguramente esperaba o pretendía.

Fuera de todas las vueltas que podamos darle, al final es particularmente curiosa la forma en la que una película evoca y despierta a otra. No es necesariamente raro que pase eso, pero quizás nadie esperaba que la obra Aster despertara una película basada en un disco de Pink Floyd. Y por cierto, ambas obras son mucho más grandes -tanto formal como temáticamente- que los puntos que tienen en común y que sirven de forma muy oportuna para este texto. Ambas son obras innegablemente gigantes también, incluso sin ser las mejores de sus respectivos cuerpos de trabajo. Es fascinante. A ambas se les pueden sacar un nivel de conversación mucho más extenso, pero esta no es exactamente la instancia.

Por cierto, Roger Waters regresa a Chile con su ‘This Is Not A Drill Tour‘ el próximo sábado 25 y domingo 26 de noviembre, en el Estadio Monumental. La primera fecha está agotada, pero todavía quedan entradas para segunda en ticketmaster.cl

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